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Muerte en cuerdas y todo lo demás

Posted by Sebastián Asencio | | Posted on 3/27/2012 04:09:00 p. m.


        Siempre me mira. Acostada. Su estómago firme en el piso y su cabeza anclada a la pared. O también a una silla, dependiendo de dónde la haya dejado después de la última vez. Son muchos recuerdos los que recibo a través de ella. Cuando la acaricio soy otro. Luz roja ante el mundo. Que se detenga en su eje el planeta. Mi indiferencia no consigue comparación alguna. Al vibrar sus cuerdas, comienza el desarrollo de una bella historia que me obliga a relatar cada momento. Y cuando termino, el placer ha terminado. Sigue la rutina.

            Lo admito: le tengo buena a mi guitarra. Me ha acompañado, ha sido mi amiga, mi polola cuando estuve en la soledad. Costó seducirla. Fue un largo periodo en el que, de forma autodidacta, aprendí todo de ella. Y, aún así, sabe más de mí que cualquier otro ser. Esta es mi carta de bienvenida, pero también de despedida. Cuando esté 6 metros bajo tierra, Alejandra cantará a todo pulmón esa canción. Tú sabes cuál.

            Con su creación en las tierras mediterráneas de Europa y su apogeo en España, el instrumento de cuatro cuerdas tuvo una evolución prolongada en el tiempo. Marcada por un inicio duro y difícil, estaba construida a base de piedras, los occidentales más aptos se reinventaban una y otra vez. Sacaban una cuerda y agregaban otras. Luego la construyeron a base de cemento. Cada vez más ligero: algodón, papel, frutos secos. También se fueron al extremo. Alguno de estos “artistas” no se les ocurrió nada mejor que utilizar cueros y pieles para la confección de la guitarra. Perdía sonido. Ya no era lo mismo. No llegaban a ninguna conclusión sana. El futuro del instrumento no era claro, hasta que un cristiano se atrevió a caer en el vacío.

            La guitarra era, por fin, una guitarra. Olor perfecto a madera húmeda. Lijada a la perfección. Brillante. Radiante. Seis cuerdas afinadas a las más dulces notas. Maestros de los sonidos, y el público general, reconocían al objeto como lo que era: una joya de todos los tiempos. Eso, hasta que su inestable evolución la llevo a encontrarse en la escena de las más tristes, trágicas y sangrientas situaciones de la historia de la música moderna.         
             
            De la amable y afable madera se pasó a la plástica y metálica guitarra eléctrica. Con melodías narcóticas, psicodélicas y sabrosas a vicios, el instrumento era ahora un símbolo de la fama, de las mansiones y las chicas perfectas bailando en una tarima, con la blanca arena reflejando el sol del atardecer y este acostándose en el mar. Una visión utópica de la vida alcanzable, por fin, con cuerdas metálicas. De esto nacería el amado rock, pero lo que no esperábamos era el drama que se desenlazaría. La sangre y la muerte marcarían el camino de los genios musicales.

            Jimi Hendrix (o Johnny Allen Hendrix, o el negro volado de Woodstock) hizo llorar a centenares de aturdidos humanos. Sobando con su lengua las oxidadas cuerdas de su amada, penetrando oídos sin mucha protección. Quemando, finalmente, su hermosa herramienta al frente de ojos mojados. Brillantes se veían desde el escenario. Y su muerte: una asfixia producida por vino tinto, después de haberse drogado más de la cuenta. Espectacular.

            Morrison, Lennon, Cobain, Elliott Smith. Podría aburrir al lector (quizás ya lo logré). Todos cuentan una historia parecida. Un talento inconcebible, magistral, derribado y hundido en sangre por un final abrupto y poco esperado.

            Ahora te miro y me lleno de miedo. Podría escoger llevarte en mis manos y caminar el sendero de la incertidumbre, de las luces, sexo, alcohol y todo lo demás. Pero, sin valentía, no me arriesgo a que cortes mi vida en dos. Quiero vivir más allá de los 27. Quiero tocarte y adorarte, sin sangre por favor.

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