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Por ellos, por ella, los helados y las cervezas

Posted by Sebastián Asencio | | Posted on 7/01/2011 12:39:00 p. m.

Desperté con los ojos empapados de agua salada. Entre lágrimas y minerales de ese rincón del mar. La luna alumbraba mi cara y veía, atenta, como el océano se divertía. Maldije en mi mente todo lo que había pensado la semana anterior. He sentido esto en mi pecho y en mi cabeza demasiadas veces como para no reconocerlo. Lo sabía. Lo predije. No pude dormir por ello. Porque no era lo mío. Porque me sentía metido entre idiotas ignorantes que no entenderían lo que pensaba. Porque si me moría con ellos, me moría solo. Abandonado.

El buque aparecía y se sumergía en las corrientes. Abatido. Mi cuerpo flotaba entre las enormes olas que me empujaban y ensordecían. Reflejo. Tres de mis ocho compañeros yacían en el agua pidiendo auxilio. El resto no se mostraba. Mudo. No quería sobrevivir. El impacto de la ola me recordó las tardes de enero en la playa y las siestas junto a Mary. La ola me dijo adiós y yo me despedí de este mundo. Me quería morir porque lo había aceptado. Porque ahora el mar me acariciaba y me invitaba a formar parte de los restos en su oculto fondo.

La balsa apareció detrás de una aparente cascada. Mi instinto me mantenía a flote. El teniente Martínez Diago me había enseñado todo lo que necesitaba para nadar en esas aguas pervertidas. Mientras veía que Eduardo ya no sobreviviría, se hundía después de que una caja de acero inmensa le arrancara la cabeza, Ramón tampoco lo lograría. No podía mover las piernas. Quedaba Luis, que gritaba a todo pulmón sus últimas inentendibles palabras antes de desaparecer detrás de un monstruosa muralla opaca. En el ombligo del mundo, me acerqué con lo que me quedaba de fuerza a la desquiciada balsa que se alejaba entre corrientes. Me aferré al borde y, después de intentarlo tres veces, logré subirme a ella.

Aún no sé por qué aborde la maldita balsa. Me sentía más muerto que vivo. Insisto, no fui yo quien se subió. Fue mi cuerpo, mi instinto, quienes me arrastraron a la “salvación”. Tres de mis compañeros habían muerto y la reflexión se me vino encima. Sus restos enterrados en las rocas del fondo me inspiraban esperanza. De aviones, de barcos, de algo que viniera a rescatarme. A veces, la mente nubla lo que busca el corazón. Nadie se quiere morir ¿O no?

Eterna contradicción para mí. Pero qué más da. Creo que les debo. Creo que podría sobrevivir por ellos. Por ella. Por los helados y las cervezas chocadas en el bar de Mobile. Me recosté en la proa de la pequeña embarcación. Mi mente estaba ahora tranquila. Serían unas cuantas horas, a lo más un par de días, lo que tendría que esperar para que vinieran por mí. Alguien se daría cuenta que falta un barco, quizás el telégrafo alcanzó a comunicar la desgracia. Tenía esperanza. Tenía fe. En todo caso, ¿qué podría pasarme en una balsa en medio del mar? Ya he muerto y lo que sigue no será sorpresa.

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